Tejiendo tapices con Coco
Estos días se cumplen diez años del fallecimiento de mi madre. Tras varios años de cuidados, el vacío externo e interno que vino después de su partida parecía insoportablemente doloroso. Por este motivo había decidido adoptar un perro abandonado, confiando en que así los dos podríamos hacer nuestro vacío un poco más llevadero. A los quince días llegaba Coco. Tenía 9 años y venía de otra ciudad, a más de 400km de mi casa. Sus primeros años los había pasado atado a una cadena, no sin escaparse de vez en cuando. Un familiar, de la que era entonces su dueña (qué palabra tan fea, ¡y cuánto nos habla de la relación humano-perro!), decidió llevárselo a vivir con él. Allí pasó una época gloriosa que acabó derivando en una situación peor que la anterior: vivía encerrado en un garaje. Pasaba días sin ver la luz del sol, ni tampoco a ninguna persona. Dormía, hacía sus necesidades y comía en el mismo sitio. Cuando supe de su historia dije “sí”, sin pensarlo demasiado. Las primeras semanas vivimos un enamoramiento. Nos necesitábamos mutuamente, así que nos dábamos mucho cariño y compañía. Paseábamos, nos acurrucábamos y disfrutábamos de un respiro emocional. Casi de forma inmediata a su llegada, comenzó a autolesionarse cuando se quedaba solo; al principio suave, después descontroladamente. Comenzaba por morderse un poco una pata hasta que se iba arrancando el pelo, y luego la piel. Llegó a tener la mitad del cuerpo en carne viva. Probamos de todo: medicación interna y externa, alimentos antialérgicos, champús especiales, comunicación animal, adiestramiento, collar isabelino… Descubrimos que cuando estaba muy cansado era más probable que no se lesionase, así que caminábamos durante kilómetros hasta que su ansiedad se amansaba. Cuando se relajaba, todos estábamos más relajados con él, y viceversa. Un día, mientras jugábamos en el parque a la pelota, Coco fue corriendo directo a un cachorrito de apenas un par de kilos para atacarle. Me quedé en shock. El hombre que iba con aquel perrito se encaramó hacia mí bastante loco —¡cómo juzgarle!— y yo agarré rápidamente a Coco y nos volvimos para casa. Estaba muy nerviosa y sentía que no había entendido nada. A partir de aquel momento, Coco fue expresando de forma más explícita toda la ira y frustración que llevaba dentro. Según en qué situaciones, según con qué perros, sus apenas 6 kilos traslucían una vida de años de sufrimiento. Aunque solía gruñir a algunos perros, no llegaba a atacarles, principalmente porque no se lo permitíamos. En una ocasión en que no pudimos evitarlo se rompió un dedo. ¡Pues aun con la pata colgando seguía intentando morder al otro! Un día, mientras paseábamos por la calle, gruñó al perro equivocado, un pitbull americano, un animal enorme que le cuadruplicaba en peso y en tamaño. A pesar de que el otro llevaba bozal, consiguió engancharlo, y lo que vino después fue un espectáculo. Cuando conseguimos separarlos, yo estaba tirada en la acera con él en los brazos mientras el otro hombre se disculpaba torpemente. Al llegar a casa me sentía completamente furiosa. Le grité. “¡No quiero verte nunca más!”, y muchas palabrotas. Estaba muy enfadada. De forma casi inmediata comencé a llorar desconsolada y comprendí que realmente estaba muy asustada. Terror disfrazado de ira. Entonces me di cuenta de que era un milagro que no se hubiera muerto, y que lo quería muchísimo. En cuanto fui consciente de esto, corrí inmediatamente para su cama, en donde estaba acurrucado desde que habíamos llegado a casa. Cuando le vi, tenía la cara llena de sangre. Estaba tan enfadada que ni siquiera me había parado a ver cómo estaba. En los años siguientes Coco me enseñó mucho acerca de entender las necesidades de aquellos que son diferentes, que se comportan de maneras que no comparto y, que muchas veces, ni siquiera comprendo. Me enseñó a estar presente y conectada con lo que el otro Es, más allá de mis ideas sobre cómo debería ser. Me enseñó que no hay infancias ni experiencias inocuas y que, tarde o temprano, aquello que nos traumatizó permea lo que somos, pudiendo llegar a invadirlo todo. Y también me enseñó que, con mucho amor y paciencia, hasta las heridas más feas pueden llegar a sanar. Aunque las cicatrices permanezcan. Con el paso de los años dejó de lesionarse y también dejó de gruñir. Como dejó de ver y de oír. Con su vejez, silenciosa y progresiva, comprobé cómo la vida nos da la oportunidad de soltar y confiar. Y cómo esta lección permanece siempre disponible. Hace un año, cuando dio su último aliento, Coco tenía 19 años. Le enterramos en el jardín, rodeado de flores; la imagen resultaba muy bella, como si se hubiera dormido en el paraíso. Reflexioné en los días siguientes sobre lo mucho que su presencia había transformado mi vida. Comprendí que la cuestión iba más allá del cariño que nos habíamos dado y de los paseos que habíamos compartido. Vi claramente cómo su llegada fue desatando una decisión tras otra, condicionando completamente cómo es mi vida hoy. El lugar en el que vivo, las personas con las que comparto, la profesión a la que me dedico, y mi visión misma de lo que es vivir, todo está absolutamente condicionado por el hecho de que él hubiese rozado mi vida. Creo que el interser nos habla profundamente de esto, de cómo el tapiz de nuestra vida se teje con múltiples hilos. Que no hay un hilo sin sentido, y que así como todo teje nuestra experiencia, también nosotros formamos parte del tejido de todo lo que tocamos. Alba Iglesias (Sangha Terra de Presença, Galicia)