En los últimos años me he sentido arrastrada al oír o leer alguna noticia sobre la crisis climática. El miedo, la ansiedad o la tristeza se apoderaban de mí y, en la mayoría de ocasiones, ni siquiera era consciente. A veces, pasaban varias horas o incluso días desde que recibía la información hasta que comenzaban esas emociones desagradables. He tardado mucho tiempo en llegar incluso a poner un nombre a eso que sentía, pues por lo general sólo sabía que me sentía ansiosa, pero no llegaba a detectar que la raíz estaba en la noticia que había leído, por ejemplo, el día anterior.

En muchos momentos me he sentido atada de piés y manos ante la crisis planetaria actual. Ríos desbordados, campos secos, bosques quemados… Imágenes de lugares que, aún siendo lejanos, los siento parte de mí también. No es sencillo observarme como parte de una humanidad que se precipita al vacío y que arrastra consigo la estabilidad (e incluso la supervivencia) de multitud de especies. La ignorancia es una cuestión global. Y las acciones que consideramos insignificantes están afectando a la vida como un todo.

“Ok, la cosa está complicada pero, ¿qué puedo hacer yo?”. Esta es una pregunta que me saca del saco negro de esas emociones para ponerme en un lugar de acción. Porque sí, con el tiempo, la quietud, la madurez… he descubierto que hay mucho que puedo (podemos) hacer de forma individual que tiene un impacto real, directo y muy tangible en el bienestar del planeta.

Cuando una noticia me remueve, lo primero que hago es revisar mi parte de responsabilidad, de cocreación, en el desastre que estoy viendo. La práctica me enseña que mis acciones están presentes en todo eso que observo y que me duele. Para mí, la pregunta me lleva a una posición de coraje en la que, después de reconocerme como parte responsable del problema, me veo también como parte creadora de la solución.

En los últimos años he elegido una forma de vida que es activismo vivo, encarnado. Eso es lo que he aprendido de Thay. Acertada o no, he dejado de arrastrar pancartas y de gritar a las puertas de los ayuntamientos. Ahora dispongo de más tiempo y más energía para cuidar del planeta en mi vida diaria, en las decisiones que tomo cada día.

Un ejemplo. Me encantan los plátanos, los mangos, las chirimoyas… y todas esas frutas exóticas que venden envasadas en los supermercados, a veces incluso ecológicas. Sin embargo, la plena consciencia me ha llevado a dejar de comprarlas. ¿La razón? En una de esas cestas de la compra puede haber más kilómetros en vuelos de avión y camiones que los que pueda recorrer yo en toda mi vida. ¿Vale la pena?

Cultivo la mayoría de lo que como, y lo que no puedo cultivar lo compro a productores locales o, como máximo, nacionales. No cojo aviones, compro a mi hija juguetes de segunda mano, hago mis necesidades en un cubo con serrín… En fin, hago lo que puedo. Y, con todo, sé que nunca llegaré a hacer ni todo lo que podría ni todo lo necesario. Así que, cuando leo una noticia, de esas desgarradoras, como los millones de hectáreas que arden descontroladas en Canadá, reconduzco la energía del sufrimiento que me genera en la voluntad para hacer algo, en mi vida, en mi día. La fuente de energía que me conduce hacia una vida más coherente entre lo que hago y lo que me gustaría llegar a hacer.

Continúo aprendiendo a reajustar mis necesidades en base a una forma de pensamiento ecológico y, sobre todo, reconozco que me estoy volviendo más tolerante a las renuncias. Como dijo en algún momento Gustavo Duch, si existe una solución a esta crisis, pasará por elegir la sobriedad en lugar de la sostenibilidad. Y añado un último ejemplo para la reflexión: hace dos años instalamos placas solares en casa, lo cual fue un paso hacia la sostenibilidad (sostener el sistema y la forma de vida que tenemos sin hacer demasiadas renuncias); el camino de sobriedad habría sido dejar de utilizar electricidad.

Cuando desarrollamos una forma de pensar descentralizada del yo y centrada en la Madre Tierra, la mente se llena de ideas sobrias, descabelladas. Con todo, esto es algo que lejos de asustarme, me alienta a ser creativa y esforzarme en descubrir cómo encajar en esta realidad que tengo lo que para este mundo desarrollado es una utopía.

Alba Iglesias, sangha Terra de Presença (Galicia)